Estoy casi segura de que sonaba La Base en el Club Estudiantil Porteño: Un día me amas luego me olvidas, no sé si soy feliz lejos de tí o soy feliz estando contigo. Los cuerpos preadolescentes se balanceaban torpemente de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Mucho jean de tiro bajo y polleras tan cortas que hacían dudar de la edad de las concurrentes. Los varones no lo sé, no les prestaba mucha atención. Tenía ojos sólo para los rolingas y en esa matiné no había ninguno.
Estaba con alguna amiga que no logro identificar pero de lo que sí no dudo es que fue su idea ir. Los bailes nunca fueron mi tipo de diversión, no por el baile en sí sino por la latente tensión sexual entre los participantes. Tenía 13 años y ya sabía que a la matiné se iba a chapar, en principio. Y yo, de eso, nada.
Creía estar a la moda: la remera de un solo hombro color “chocolate” y celeste de 47 street con un agujerito en forma de corazón justo por encima de mi pecho y una pollera corta espantosa de jean con volados. En los pies, zapatillas Converse. Era lo que se usaba y lo llevaba con orgullo. No tanto los anteojos de marco fino y redondos.
Desde los 8 había sido Anteojito o Calculín (García Ferré ante todo). De mis amigas era la única que usaba lentes y haberlos conseguido fue una profecía autocumplida. Cuando aún era muy chica, me regalaron un libro llamado Los anteojos de la suerte en el que un simpático ratoncito vestido de violeta empezaba a tener problemas de vista y le recetan lentes. Al principio se niega a usarlos porque son feos y no cree necesitarlos. Cuando finalmente cede todo parece encajar: saca mejores notas y gana un trompo enorme en el parque de diversiones gracias a su mejorada vista.
Quizás fuera el estilo hermoso de las ilustraciones o lo positivo de la historia. El caso es que estaba convencida de que necesitaba anteojos y que me quedarían tan bien como al ratoncito. No sé si pensaba que mi suerte cambiaría, tan ilusa no era.
Después de mucho forzar la vista mirando al pizarrón desde la tercera fila y practicando ejercicios de matemática (mal) hasta tarde a la luz del velador, llegó el tan esperado momento. Eran anteojos de marco redondo y rojos de una colección de Garfield. Venían en una lata a juego. Me quedaban hermosos. Mi cara redonda, mi pelo siempre recogido en una colita, mis pecas y lunares, mis cachetes gordos y, ahora también, mis lentes para ver de lejos. Por esas fechas, un dentista le dijo a mi mamá que necesitaba ortodoncia. Ella decidió no ponérmela porque “sería demasiado”. No entendía muy bien por qué pero lo acepté.
Luego me enteraría de que los anteojos no eran necesariamente el accesorio más popular entre los niños de los 90. Algunos se burlaban con malicia y otros de manera juguetona. A la mayoría no les importaban, por suerte, pero a mí sí: no era lo que esperaba. A juzgar por las reacciones de mis compañeros, tal vez no era tan linda como pensaba.
Para las fotos posadas de mi primera comunión (angelada, peinado delicado con un moño que se rompió y me hizo llorar, dejándome la cara rosa) me los hicieron sacar. Tampoco entendí por qué pero algo había logrado entender: los anteojos y las fotos eran incompatibles. ¿Serían los reflejos como me habían dicho o era que me veía mal y querían dejar un recuerdo perfecto de ese momento puro y blanco? La semilla estaba sembrada. Sólo era cuestión de esperar a que germinara.
Una mano tocó mi hombro mientras La Base seguía con Vienes y te vas. “¿Querés bailar?” preguntó una voz de varón a mis espaldas. Era la primera vez que me sacaban a bailar. La ropa a la moda había funcionado. Poniendo mi pelo detrás de mi oreja y fingiendo no estar nerviosa, di la media vuelta para ver cómo era ese desconocido. No tuve tiempo para averiguarlo. Fue suficiente una mirada fugaz de su parte, de abajo hasta mi rostro, para determinar que no, que no quería bailar conmigo. Y, sin mediar más palabras, se fue. Son los anteojos. Me afean. Soy fea, pensé sin cuestionármelo. Me encerré en el baño del club a llorar. Soy fea.
Dos cosas:
1) Lo que sufrí los primeros dosmil con la ropa chocolate y celeste, pero principalmente los modelos a seguir que planteaba 47 street
2) Me quedé con ganas de leer cómo siguió la historia después de ese encierro en el baño
Yo usé anteojos hasta los 14, ahí empecé a usar lentes de contacto y me dieron alergia 10 años después. Te juro que con 20 y pico de años igual me quedaban los mambos jajaj pensar todas esas películas donde la mina se saca los anteojos y es linda